08 ago 11

Carl Buchon era cliente de nuestra asesoría legal. Uno de esos clientes que toda asesoría acaba perdiendo tarde o temprano. Cuando almuerza en el restaurante los fines de semana pide el ticket de caja con fecha de día laborable, piensa que así cuando el Departamento del Tesoro le inspeccione las cuentas será más benévolo con él si los gastos se consumieron de lunes a viernes.

Tiene un asistente de contabilidad que nos explica que Mr. Buchon se dedica a intercalarle, entre la montaña de papeles de su mesa, facturas y tickets que se va encontrando por ahí, creído de que si engaña al contable también engañará al estado.

Si paga un viaje de avión por cuenta de la empresa Donna Prann utiliza la Master Card de la empresa Ten Much, convencido de que el lío de cuentas y justificantes acabará por cansar a los inspectores del Tesoro y de ese modo renunciarán a las comprobaciones.

Cuando recibe una llamada telefónica directa a su mesa jamás se identifica a la primera como Carl Buchon, antes espera a reconocer la voz del otro lado de la línea y cuando se asegura de que no es nadie con quien deba emprender la retahíla habitual de mentiras y aplazamientos por tal o cual cantidad de dinero, entonces, cambia a su acento normal de voz.

Jamás mantiene saldo en las innumerables cuentas corrientes de las sociedades por mínima que sea la cantidad de dinero depositada en ellas. Si la agencia recibe un cobro de tres mil dólares por la venta de un pack, rápidamente hace una llamada a alguno de sus compinches para que éste envíe a toda prisa una factura inventada de dos mil novecientos noventa dólares, por unos servicios también inventados, que justifiquen la transferencia bancaria a nombre del compinche. Y la cuenta corriente vuelve a su saldo natural de diez dólares.

De tanto en tanto aparece por su oficina un agente de banco de no se sabe qué islas y le recoge cantidades de dinero en efectivo tan ridículas que hace pensar si habrán entendido bien el significado del fenómeno dinero negro. Ese mismo día, dice el contable, las risotadas de placer de Carl Buchon ante el ofrecimiento del banquero se pueden escuchar desde el vestíbulo de entrada al edificio. El colmo de la avaricia patológica: declarar unos gastos inexistentes, pagar menos impuestos y el dinero sobrante recaudado en negro camino de una cuenta lejana. El sueño de los empresarios de medio pelo.

En una reunión convocada en nuestra oficina (antes de prescindir del tal Buchon como cliente) y mientras esperábamos la llegada del agente evasor de capital a otra galaxia, recibimos una llamada de consejería diciendo que un señor que se dirigía a nuestro despacho había tenido un tropezón en la puerta de entrada. El director general  me ordenó bajar, imagino que por ser yo el más joven y, también, por desconocimiento de la gravedad del accidente.

El tipo se retorcía de dolor en el suelo. Un camión en maniobra hacia atrás envistió al banquero, éste se golpeó en la cabeza contra los hierros del andamio próximo a la fachada y cayó en la zanja de las obras de la acera. Se rompió el tobillo. La cara blanca. Llegó incluso a vomitar sobre su traje a consecuencia del mareo. La ambulancia llegó enseguida. Llamé al jefe para decirle lo que pasaba y me dijo que le acompañase en la ambulancia hasta el Hospital Beth Israel.

Una vez allí lo pasaron a una camilla y se lo llevaron pasillo adentro. Al rato llegó mi jefe y su socio, luego lo hicieron dos compañeros del banco del agente. Preguntaron cómo le había pasado, quién había con él en ese momento. Les expliqué lo que sabía y me excusé largándome de allí a toda prisa.


Tomé un taxi en la misma puerta del Beth Israel y llamé a Clarice. Te invito al Pinocchio, le dije, con una condición: dormir en tu casa. Sí, me respondió.

Miré al taxista directamente.
Miré al taxista a través del retrovisor.

Introduje la mano en el bolsillo interior de mi chaqueta y palpé el sobre, metí el dedo índice por la solapa abierta por uno de los extremos del sobre.  No pude resistir a la tentación y abrí la chaqueta para contemplar el enorme fajo de billetes. Sentí el baile de las mariposas en el estómago. Los contaré en el restaurante, pensé.

Y resultó que el lavabo del Pinocchio era el lugar idóneo para contar varias veces y con toda tranquilidad cinco mil ochocientos pavos.


Deedo Parish